El caso de la imputación por el delito de aborto a la actriz Carolina Sabino en Colombia -anunciada por la fiscalía a raíz de unas escuchas telefónicas, y de la que después se retractó- ilustra una de las facetas características del problema del aborto en América Latina en este momento: la falta de información acerca de los casos en los que las mujeres pueden abortar de manera legal.
Cuando logramos el reconocimiento del derecho al aborto en ciertos supuestos en Colombia en mayo del 2006, muchos de los países vecinos no entendían qué celebrábamos. En esa época, el debate regional estaba planteado en términos de todo o nada, a favor o en contra, sin matices. Con la claridad de que queríamos intentar no desgastarnos convenciendo a los convencidos, ni intentando convencer a los convencidos de lo contrario, diseñamos una estrategia que buscara avanzar en los casos donde podíamos generar acuerdo social.
Enmarcamos el tema como un problema de derechos fundamentales mínimos que debían garantizarse por parte de la Corte Constitucional, después de que por más de 30 años ninguno de los ocho proyectos de ley que se presentaron sobre el derecho al aborto logró tener un primer debate legislativo serio. En esta ocasión la Corte nos dio la razón y reconoció que las mujeres y niñas colombianas tienen derecho a optar por la interrupción del embarazo cuando esté en riesgo su vida o su salud –física o mental- en casos de violación, o cuando se ha diagnosticado una malformación incompatible con la vida. Es decir, un marco muy parecido al que adoptó España en 1985.
Las activistas de países vecinos respondían: ¡pero si nosotras ya tenemos esos supuestos reconocidos desde hace años! Y en efecto, era cierto. La gran mayoría de países latinoamericanos cuentan con algunas de estas excepciones; pero nadie lo sabía ni le importaba. Así es que en ese momento empezó un cambio en la manera de trabajar en pro del aborto en la región. Mientras de un lado siguen los debates para lograr que el aborto sea legal por la simple solicitud de la mujer durante las primeras etapas de la gestación, de otro hemos empezado a exigir que en los casos que ya están reconocidos por la ley, las mujeres puedan acceder a los servicios de aborto a los que tienen derecho.
Esta tarea, que parece obvia y a veces ridícula, ha sido realmente complicada. Perú, por ejemplo,
tardó casi 10 años en emitir una regulación del aborto por riesgo para la salud. En Bolivia, el aborto en casos de violación se permite desde al aprobación del código penal de 1972, pero hace tan sólo dos años que su tribunal constitucional eliminó la necesidad de presentar una autorización judicial y a pesar de esto sigue sin tener mayor efecto. Hace poco conocimos el caso de
una niña de 11 años violada por su padrastro que dio a luz. Dudo que la niña supiera que tenía la opción de interrumpir el embarazo o que a nadie se le cruzara por la cabeza recordárselo.
En Argentina,
una decisión de la Suprema Corte de 2012 aclaró que el aborto no punible incluye los casos de violación y ordenó que se expidieran protocolos de atención para remover los obstáculos existentes para que las mujeres pudieran acceder a tiempo a los abortos en el servicio de salud. La puesta en marcha de esta sentencia ha tenido muchísima resistencia en varias provincias del país. Más conocido fue el caso de
la niña de 10 años de Paraguay, a quien le negaron un aborto a pesar de que la ley lo permite. Los argumentos esgrimidos fueron que su vida no estaba en peligro, entendiendo vida de una forma meramente biológica.
En conclusión, las mujeres que viven en el grupo de países latinoamericanos que permiten el aborto terapéutico –al que se acaba de sumar República Dominicana y Chile que está en pleno debate legislativo-, enfrentan serios obstáculos para ejercer este derecho, empezando por el simple conocimiento de que esa es una opción. Sin duda, permitir el aborto terapéutico es un gran avance frente a escenarios como los de El Salvador y Nicaragua donde sigue existiendo una penalización total. Pero de poco sirve ese avance si no se exige que pase del papel a la realidad.
En este contexto, hay que celebrar que Ciudad de México,
Uruguay hayan dado el siguiente paso, tal como lo hizo España en su momento. Adoptar una legislación más abierta que reafirme la autonomía de la mujer y facilite el acceso a un servicio que, aunque ninguna mujer quisiera tener que usar, debe estar disponible para cuando tengamos que tomar la decisión más responsable.
Trabajar en favor del reconocimiento del aborto como derecho es un trabajo ingrato. Quienes nunca lo han sufrido no quieren saber del tema y quienes ya lo sobrevivieron, quieren olvidarlo lo más pronto posible. Cada uno de nuestros logros algunos lo encuentran poco y otros demasiado. Intentamos construir una narrativa en contra de siglos de tradición religiosa y penal, para darle a la autonomía y a la libertad de las mujeres el lugar que merecen en nuestras sociedades contemporáneas. Por eso, cuando algún caso genera polémica y logra tocar las fibras de la ciudadanía, se abre una ventana de oportunidad muy corta para poner la pregunta sobre la mesa ¿
hacia dónde quiere avanzar Colombia con este tema?
Con información de
El País.